viernes, 16 de diciembre de 2016

ÉTICA, ECONOMÍA Y EMPRESA


En la nueva etapa en que se encuentra nuestro país es preciso abordar reformas políticas, pero también proponer actuaciones desde la sociedad civil en diversos campos, entre ellos, el económico, atendiendo al marco global y local, sin caer en el autismo político. Caracterizan nuestro tiempo una globalización asimétrica, la crisis de refugiados políticos e inmigrantes pobres, la financiarización de la economía, la configuración de un nuevo orden geopolítico multipolar, la persistencia de la pobreza y las desigualdades, el desafío de las nuevas tecnologías, la digitalización y el reto del desarrollo sostenible.
Ante este horizonte, cabe sugerir propuestas como las siguientes para articular una economía ética. Una economía que, como diría Sen, ayude a crear buenas sociedades.
En primer lugar, erradicar la pobreza y reducir las desigualdades. Erradicar la pobreza es el primero de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, y en esa tarea la contribución de la economía y las empresas es esencial. Si la economía es la ciencia que trata de superar la escasez, también tiene por meta eliminar la pobreza.
Afortunadamente, el pensamiento sobre la pobreza ha cambiado radicalmente, sobre todo en los dos últimos siglos. Gráficamente lo expone Ravallion mostrando el tránsito de afirmaciones como la de Philippe Hecquet en 1740, “Los pobres (…) son como las sombras en un cuadro: proporcionan el contraste necesario”, al motto del Banco Mundial desde 1990, “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza”.
Y ese mundo no es utópico porque sabemos que hoy la pobreza es evitable, pero también porque eliminarla no es solo un modo de proteger a las sociedades frente a las externalidades negativas de la pobreza, sino sobre todo un derecho de las personas a una vida sin pobreza. Erradicar la pobreza no es sólo una medida de protección de los bien situados, sino de empoderamiento de los desfavorecidos. Es lo que exige la afirmación kantiana, nuclear en la ética cívica moderna, de que toda persona vale por sí misma, tiene dignidad y no un simple precio.
Pero para empoderar a los pobres es necesario fomentar la igualdad de oportunidades. Por eso se ha dicho con razón que uno de los grandes retos, si no el mayor, consiste en reducir las desigualdades, porque son indeseables por sí mismas y por la pobreza que generan. Según los 700 expertos mundiales que participaron en la elaboración del informe Global Risks 2014 en el Foro Económico de Davos, la desigualdad es la cuestión que puede tener mayor impacto en la economía mundial en la próxima década. Reducir la desigualdad importa tanto por su impacto en el crecimiento económico como por equidad y justicia.
En segundo lugar, promover el pluralismo de modelos de empresa. Una economía pluralista hace posible que actúen empresas convencionales, que buscan la rentabilidad como tarea prioritaria, pero también entidades económicas que buscan satisfacer necesidades sociales y evitar la exclusión. Son, en palabras de José Ángel Moreno, “semillas de economía alternativa”, nuevos modelos de empresa, de consumo e inversión, en los que la actividad económica es instrumental. Se proponen construir un mundo nuevo desde la actividad económica.
Cuentan entre ellas las empresas de economía social, las de emprendedurismo social, la Economía del Bien Común, la colaborativa, los sistemas de producción e intercambio de dinero social, y las finanzas alternativas, que apuestan por la inversión social. Con todos los interrogantes que plantean algunos de estos modelos de empresa, es cierto que la economía social y solidaria está generando empleos y riqueza material, y es un lugar de encuentro entre el sector social y el económico.
En tercer lugar, unir el poder de la economía a los ideales universales, aprovechar los recursos para dar cuerpo a los valores de una ética cívica transnacional, que debe formar parte de la actividad económica y traducirse en buenas prácticas.
Es preciso aceptar ofertas como la del Pacto Mundial de Naciones Unidas, que propuso en 1999 Kofi Annan con las siguientes palabras: “Elijamos unir el poder de los mercados con la autoridad de los ideales universales. Elijamos reconciliar las fuerzas creadoras de la empresa privada con las necesidades de los menos aventajados y con las exigencias de las generaciones futuras”. En este camino se sitúan los objetivos de desarrollo sostenible y los principios rectores “proteger, respetar, remediar”, que propuso Ruggie, siendo Representante del Secretario General de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Atendiendo a estos principios, las empresas deben respetar los derechos humanos, remediar las intervenciones injustas, e incluso promover la reforma de legislaciones deficientes, valiéndose de su influencia y convirtiéndose en agentes de justicia.
En cuarto lugar, asumir la responsabilidad social como una cuestión de justicia y de prudencia. A pesar de las críticas muy justificadas que ha recibido la responsabilidad social empresarial (RSE) por convertirse demasiado a menudo en un producto cosmético, puede ayudar a crear buenas empresas y buenas sociedades si se entiende como el intento de satisfacer las expectativas legítimas de todos los afectados. Puede ser entonces una excelente herramienta de gestión, óptimamente orientada; una buena medida de prudencia, porque convierte a los afectados en aliados en juegos de suma positiva; y es una ineludible exigencia de justicia, porque atender a los afectados es su razón de ser.
Y por último, cultivar las distintas motivaciones de la racionalidad económica. Suele entenderse que el propio interés es el motor del mundo económico, atendiendo al célebre texto de Smith sobre la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero. Pero actuar sólo por el autointerés es suicida, son también esenciales la reciprocidad y la cooperación, la capacidad de sellar contratos y cumplirlos, generando instituciones sólidas. Cuentan, pues, también la capacidad de reciprocar, la simpatía (la capacidad de sufrir con otros poniéndose en su lugar) y el compromiso cívico dentro del marco de un Estado justo.
Promover el pluralismo de las motivaciones en la actividad económica supone fortalecer la economía desde sus propios principios. Pero si desea ser realmente innovadora, puede recurrir también a esas razones del corazón que la razón geométrica no conoce, a la razón compasiva, capaz de aunar interés propio, simpatía y compromiso. Capaz de asumir la perspectiva de los que sufren y de comprometerse con ellos.
 
ADELA CORTINA, El País (16-XII-2016)

miércoles, 16 de noviembre de 2016

DÍA MUNDIAL DE LA FILOSOFÍA 2016

 
MENSAJE DE LA DIRECTORA GENERAL DE LA UNESCO, IRINA BOKOVA, CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DEL "DÍA MUNDIAL DE LA FILOSOFÍA" (17 de noviembre de 2016).
 
Este año celebramos el Día Mundial de la Filosofía el día siguiente al Día Internacional para la Tolerancia. Esta coincidencia es muy significativa por la estrecha relación que existe entre la tolerancia y la filosofía. La filosofía se alimenta del respeto, la escucha y la comprensión de la diversidad de opiniones, reflexiones y culturas que enriquecen nuestra forma de estar en el mundo. Al igual que la tolerancia, la filosofía es una forma de convivencia dentro del respeto de los derechos y los valores comunes. Representa también una capacidad para ver el mundo a través de una mirada crítica, consciente del parecer de los demás, fortalecida por la libertad de pensamiento, de conciencia y de creencias.
Por todas estas razones, la filosofía es más que una disciplina académica o universitaria: es una práctica cotidiana que ayuda a vivir mejor, y de forma más humana. El cuestionamiento filosófico se aprende y se perfecciona desde la infancia como una clave esencial para estimular el debate público y defender el humanismo, tan golpeado por la violencia y las tensiones del mundo. Ese cuestionamiento no ofrece ninguna solución predeterminada, sino una búsqueda perpetua para escrutar el mundo y encontrar nuestro lugar en él. En ese camino, la tolerancia es tanto una virtud moral como una herramienta práctica de diálogo. La tolerancia no tiene nada que ver con un relativismo ingenuo según el cual todo vale lo mismo: se trata de una exigencia individual de escucha, tanto más robusta cuanto que se fundamenta en el compromiso decidido de defender unos principios universales de dignidad y libertad.
La UNESCO celebra este año los aniversarios de dos eminentes filósofos, Aristóteles y Leibniz, que contribuyeron al desarrollo de la metafísica y la ciencia, la lógica y la ética. Con varios siglos de diferencia y en contextos culturales muy distintos, ambos tenían en común el hecho de situar la filosofía en el corazón de la vida pública, como un elemento central de una vida digna y libre. Celebremos también nosotros ese espíritu, atrevámonos a abrir espacios para el pensamiento libre, abierto y tolerante. Sobre la base de este diálogo podremos construir una cooperación más fuerte entre los ciudadanos, las sociedades y los Estados, como cimiento sostenible de la paz.

POST-TRUTH, PALABRA DEL AÑO 2016 PARA "OXFORD DICTIONARIES"


Oxford Dictionaries has declared "post-truth" as its 2016 international word of the year, reflecting what it called a "highly-charged" political 12 months. It is defined as an adjective relating to circumstances in which objective facts are less influential in shaping public opinion than emotional appeals. Its selection follows June's Brexit vote and the US presidential election. Oxford Dictionaries Casper Grathwohl said post-truth could become "one of the defining words of our time". Post-truth, which has become associated with the phrase "post-truth politics", was chosen ahead of other political terms, including "Brexiteer" and "alt-right" from a shortlist selected to reflect the social, cultural, political, economic and technological trends and events of the year.
Las palabras finalistas fueron:
POST-TRUTH: "Relativo a o denotando circunstancias en las que hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que la apelación a la emoción y a la creencia personal".
ADULTING: del inglés adult (adulto). Denota la práctica de comportarse de una manera característica de un adulto responsable, especialmente en la realización de tareas mundanas pero necesarias.
ALT-RIGHT: se trata de una agrupación ideológica en Estados Unidos asociada a puntos de vista extremadamente conservadores o reaccionarios, caracterizada por un rechazo de la política tradicional y por el uso de internet para difundir contenido deliberadamente polémico
BREXITEER: una persona que está a favor del Brexit, palabra usada para describir la salida de Reino Unido de la Unión Europea.
CHATBOT: un programa informático diseñado para simular conversaciones con usuarios humanos, especialmente a través de internet.
COULROPHOBIA: extremadamente inusual o miedo irracional a los payasos.
GLASS-CLIFF: acantilado de cristal. Se utiliza con referencia a una situación en la cual una mujer o miembro de un grupo minoritario asciende a una posición de liderazgo en circunstancias desafiantes donde el riesgo de fracaso es alto.
HYGGE: cualidad de cómoda convivencia que provoca un sentimiento de alegría o bienestar (considerado como una característica definitoria de la cultura danesa).
LATINX: persona de origen o descendiente latinoamericano (utilizada como una alternativa neutral o no binaria al latino o Latina).
WOKE: (en español, despertar) Alerta usada en EE.UU. para referirse a la injusticia en la sociedad, especialmente relacionado al racismo.
 
 

martes, 1 de noviembre de 2016

UNA NUEVA ÉPOCA, UN MUNDO INFELIZ

 
No cabe duda de que hemos entrado en una nueva era. El problema es que los historiadores tardarán años en determinar si los grandes cambios que estamos experimentado tuvieron relación entre sí o si se produjeron simultáneamente por casualidad. Afectan a todos los aspectos de la sociedad y la política, tanto nacional como internacional, y también a la guerra. La de Irak puso de manifiesto la extraña impotencia de la supremacía militar occidental. La aplastante victoria de 2003 sobre las fuerzas de Sadam Huseín demostró que cualquier comparación con la Segunda Guerra Mundial era arriesgada. El éxito militar convencional ya no trae consigo la paz. Los líderes de Washington y Londres pasaron por alto un cambio crucial en la manera de hacer la guerra. La guerrilla o la lucha partisana se solía librar en las montañas, los bosques o los pantanos. Actualmente, sus blancos principales se encuentran en las zonas urbanas, al igual que la posibilidad de camuflarse entre la comunidad civil para preparar operaciones ocasionales. La teoría de Mao de que había que moverse entre la población como peces en el agua no ha caído en el olvido.
La explosión demográfica en África y Oriente Próximo está aumentando el número de megalópolis a través de la inmigración. Hay una cantidad inmensa de jóvenes sin apenas esperanza de conseguir un trabajo o una casa o de formar una familia, lo cual conduce a una amarga frustración. En la actualidad, el Ejército estadounidense se está preparando para futuros campos de batalla formados por rascacielos rodeados de chabolas. La era de los Ejércitos convencionales con uniformes reconocibles que maniobran para conseguir ventaja en campo abierto ha llegado a su fin. La guerra se ha vuelto eminentemente urbana, con consecuencias terribles para los civiles atrapados en las ciudades, como muestra la devastación de Alepo.
La verdadera revolución socioeconómica empezó a mediados de la década de 1980 y principios de la de 1990 sin que entendiésemos lo que estaba pasando. Entonces nos parecía emocionante esa combinación de cambio geopolítico y final de la Guerra Fría mezclado con la revolución de las comunicaciones y la invención de Internet. Pero esos cambios también trajeron consigo la liberalización económica, la liberalización de los mercados financieros, el fin de las barreras comerciales y la expansión de la globalización. Empezamos a advertir la fragmentación de las lealtades colectivas o tribales. Los sindicatos, las organizaciones religiosas, los partidos políticos y las asociaciones militares comenzaron a decaer al mismo tiempo. Un escepticismo creciente ante la autoridad dio lugar a una sociedad mucho menos deferente, y otras transformaciones contrarias a la jerarquía tuvieron como resultado una informalidad mucho mayor en los centros de trabajo. El énfasis se ponía en el individuo. A eso era a lo que se refería Margaret Thatcher con su tristemente célebre frase: “No existe eso que llaman sociedad”.
En el pasado, la mayoría de las revoluciones fueron inducidas o forjadas por ideales políticos, nacionales o religiosos, y estuvieron revestidas de un aura de autoinmolación. Por otra parte, esta nueva revolución fue la primera en la que la principal fuerza motora era descaradamente egoísta. La gente empezó a hablar de la “generación del yo”. Este era el futuro, liberado de las restricciones de las fronteras nacionales o las lealtades anticuadas. El magnífico aforismo del poeta John Donne —“Nadie es una isla”— pasó a considerarse como algo perteneciente a la historia lejana.
El individuo, aunque supuestamente liberado y poderoso, en la práctica se había vuelto crédulo. El siniestro eslogan de los cienciólogos estadounidenses —“Si para ti es verdad, entonces lo es”— se ha propagado como un virus invisible que impide a sus víctimas ver la realidad. Las teorías de la conspiración han existido siempre, pero ahora, mediante la comunicación por Internet, pueden adquirir una fuerza y un impulso totalmente diferentes. El asilamiento en la nueva sociedad de masas convierte a las personas en vulnerables a los charlatanes y los falsos profetas. Y todo esto lo empeora mucho más la industria internacional del ocio, capaz de crear su propia y convincente visión.
En la actualidad estamos entrando en el mundo de la posalfabetización, en el que la reina es la imagen en movimiento. El límite entre la realidad y la ficción está siendo minado implacable y deliberadamente, sobre todo debido al enorme potencial económico. Desde el punto de vista histórico, sin embargo, esto es profundamente perverso. En los últimos tiempos hemos asistido a un importante aumento de lo que yo llamaría la “dramatización deformada de la realidad” tanto en documentales como en películas de ficción. El peligro es que, en la actualidad, para la mayoría de la gente esta “historia para entretener” es la principal fuente de conocimiento histórico.
La obsesión de Hollywood por afirmar que una película es real incluso cuando es ficticia en su práctica totalidad es un fenómeno relativamente nuevo. Por lo visto, ahora hay que comercializarla proclamando su autenticidad. De vez en cuando se refuerza la falsa sensación de verosimilitud proyectando aquí y allá nombres de lugares y fechas concretas, como si el público estuviese a punto de presenciar una recreación fidedigna de lo que sucedió determinado día, algo que resulta especialmente lamentable cuando se trata de personas que solo han tenido contacto con el tema a través de la ficción cinematográfica o televisiva. Poco después del estreno de la película El Código Da Vinci, en Gran Bretaña se hizo un estudio para investigar sus efectos. A pesar de que la película es ciertamente absurda, la encuesta mostró que, después de verla, casi la mitad de la muestra diseñada para representar a la población estaba convencida de que María Magdalena había tenido un hijo con Jesús y de que su linaje pervivía hasta hoy. El incremento de la ficción realista coincide con una época en la que mucha gente tiene cada vez más dificultades para distinguir entre fantasía y realidad.
Los antropólogos están empezando a estudiar la forma en que Internet, y en particular las redes sociales, están transformando las relaciones políticas e incluso humanas. Solo Facebook tiene más de 500 millones de miembros activos, la mitad de los cuales se conecta cada día. Los miembros tienen una media de 130 “amigos”. Pero, ¿qué clase de amistad puede representar algo así? Un estudio reciente ha revelado que se ha producido un enorme incremento de los problemas mentales sobre todo entre las mujeres jóvenes debido a que las redes sociales hacen que se sientan ineptas. En una paradoja significativa, parece que nada aísla más que Internet, el mayor invento en comunicaciones de todos los tiempos.
Tal vez no resulte sorprendente que en muchas partes del mundo estemos presenciando una política de la ira incoherente manipulada por el engaño deliberado. Hace tiempo que soy nítidamente consciente de que la honestidad intelectual es la primera víctima de la indignación moral. Cuando la gente se identifica apasionadamente con una causa o un asunto, en su inconsciente se siente legitimada para estirar la verdad y hasta inventar estadísticas que apoyen su tesis. Pero ahora hemos entrado en una auténtica era de la “posverdad”, en la que, a juzgar por los argumentos a favor del Brexit en Gran Bretaña, de Trump en Estados Unidos, o de los nacionalistas extremos en Europa, se diría que la verdad ha dejado de tener importancia. Los demagogos y sus acólitos imitan la táctica estalinista: cuanto mayor es la mentira, más potente es su efecto. Pero esto conduce a la muerte de la democracia. Solo las dictaduras medran en la falsedad. La democracia no puede sobrevivir sin una base de respeto hacia los demás, acompañada por el respeto a la verdad.
 
ANTONY BEEVOR, El País (31-X-2016)

sábado, 24 de septiembre de 2016

viernes, 16 de septiembre de 2016

LA ENSEÑANZA, UN PROBLEMA DE TODOS

 
 
LA EXCUSA DEL PACTO EDUCATIVO
 
 
Nuestro sistema educativo es imperfecto, pero el pacto no va a atacar sus fallos estructurales, por el simple motivo de que estos responden a una demanda ciudadana que, en el fondo, concibe la educación más como consumo o disfrute que como inversión. Si estoy en lo cierto, el pacto aumentará el gasto educativo para tener un impacto dudoso en la formación de las futuras generaciones.
Pese a lo elevado del desempleo, la queja de los empleadores sobre sus empleados más jóvenes no se centra tanto en su aptitud (que también), como en sus actitudes: en su escasa madurez y capacidad de dedicación, concentración y autocrítica. Es un caso extremo pero común e indicativo que lo primero que pida un recién contratado, sin pareja y que vive con sus padres, sea conocer la política de “conciliación” del bufete puntero al que acaba de incorporarse.
La explicación optimista es que los jóvenes desean trabajar menos para así llevar una vida más tranquila. Sospecho, en cambio, que los jóvenes no son conscientes de las consecuencias de sus decisiones. Están sobrevalorando su potencial de ingresos e infravalorando el coste de satisfacer sus deseos. Toman por ello decisiones que pronto se revelan inconsistentes: eligen carreras y empleos en los que invierten menos de lo necesario para alcanzar el nivel de vida al que aspiran.
Lo hacen porque no han sido educados para posponer la gratificación. Al menos, no en la medida en que lo exigen los empleos que les permitirían mantener el nivel de vida de sus padres. Esta incongruencia se confirma cada vez que un bachiller elige estudiar, digamos, Políticas; o cada vez que un recién licenciado actúa como si su formación hubiera concluido; o cuando opta por un empleo de poco esfuerzo y menos futuro.
Las causas y hasta la prevalencia de esta mala educación son, por supuesto, debatibles. Una hipótesis, quizá simplista pero atendible, reposa, en última instancia, en que, tras desplomarse la natalidad, muchos jóvenes han disfrutado una posición de monopolistas emocionales. Como hijos y nietos únicos, a menudo tardíos, han disfrutado de un enorme poder negociador.
La fuerza de los niños y la debilidad de los padres favorecen un “equilibrio” de normas sociales de alta permisividad y consumismo juvenil; normas que probablemente han sido arropadas, que no causadas, por las falacias pedagógicas de los años sesenta, consagradas ya en la Ley General de Educación de 1970. (Sí, mucho antes de la LOGSE). Me refiero a falacias como la visión negativa de todo castigo y competencia; la necesidad de contener el esfuerzo y educar en el disfrute; la marginación del ejercicio de la memoria y el sacrificio; el énfasis en que la responsabilidad es principalmente social y, por tanto, ajena; y la supresión de reválidas y cursos selectivos.
Normas y falacias que, por cierto, aún cautivan a nuestro establishment pedagógico, a juzgar por la propuesta de suprimir los deberes, las reformas que hacen aún más blando el bachillerato, el engaño de enseñar supuestas “competencias” en vez de conocimiento, o la resistencia a permitir a los centros concertados organizarse en libertad.
Normas y falacias que también favorecen mitos exculpatorios tan corrosivos como el de la “generación mejor preparada”; y que generan gregarismo: muchos padres, ante las dificultades que encuentran para educar a sus hijos como hubieran deseado, modifican sus valores para reducir así la disonancia con respecto a sus acciones. Por muy reales que sean, los fallos del sistema educativo representan un similar papel exculpatorio.
Llovía sobre mojado, por la fuerza que tiene en España, pese al descenso en la práctica religiosa e incluso en medios ateos que se creen progresistas, la cultura católica tradicional. Me refiero a aquella que antepone las relaciones personales a las impersonales; en especial, la protección de familia y amigos a todo imperativo social de mayor alcance. El control efectivo de la natalidad ha sido más disruptivo de las normas sociales en sociedades que, como la nuestra, son en este sentido tan culturalmente católicas. El debate sobre los niños mimados se inicia en los años ochenta del siglo pasado en Italia, un país que es aún más católico que el nuestro.
Ese trasfondo cultural también ayuda a explicar la disposición a sostener un ingente flujo de transferencias intrafamiliares. Más que Estado benefactor tenemos aquí familias benefactoras; con similar destrucción de los incentivos para invertir y producir. Quizá no sea casual que el personaje familiar más denostado haya dejado últimamente de ser la suegra, para serlo el cuñado. Un cambio natural, pues este último es ahora el principal competidor por las rentas familiares que, a menudo, es la propia suegra quien distribuye entre hijos, yernos y concuñados.
Lógico por todo ello que en las últimas décadas hayamos anticipado en versión XL dos tendencias que en otros países solo están apareciendo al envejecer los millennials: la de los “niños trofeo” y la “generación bumerán”. Por un lado, padres y profesores hemos premiado el rendimiento de hijos y alumnos, no ya cuando alcanzaban un rendimiento estándar, sino incluso cuando este era mediocre. También hemos desprestigiado el esfuerzo y la competitividad, al fomentar el igualitarismo en la recompensa. En 2016, el porcentaje de estudiantes que superó las pruebas de Selectividad fue del 97%, y eso tras sonoras quejas por lo duro de algunos exámenes.
Como mucho, los jóvenes mejor educados lo han sido en que basta con esforzarse. Se asombran al ser evaluados en función de sus resultados. Es común que el graduado recién contratado rompa a llorar al recibir la primera censura de su jefe. Nadie le ha enseñado a asumir la crítica hacia su trabajo. Muchos incluso están acostumbrados a que las reglas sean flexibles y su incumplimiento negociable, cuando no evitable con solo pedir perdón. Da el tono aquella madre que hace meses regañaba a una anciana porque esta, malherida, se quejaba de que su hijo la había atropellado con el patinete: “Señora, no se queje. ¿No ve que el niño ya le ha pedido perdón?”.
Por otro lado, tenemos también la versión límite de la generación bumerán: si en EE UU algunos hijos retornan a casa tras la universidad, muchos en España nunca la abandonan. El asunto alcanza tintes cómicos cuando, tras empezar a trabajar, alguno de estos jóvenes sigue viviendo con sus padres sin contribuir al presupuesto familiar ni realizar tarea doméstica alguna.
Ojalá haya aquí exceso de pesimismo; pero, en la medida en que esta hipótesis de mala educación familiar se ajuste a la realidad, es probable que las reformas educativas consensuables no solo se queden en la superficie, sino que escondan e incluso magnifiquen el problema. Por supuesto que otras reformas sí podrían restaurar un equilibrio social productivo, aquel en el que la educación fuera inversión y dejara de ser solo consumo. No obstante, ¿cree usted que es ese el verdadero deseo de la mayoría de padres?
 
Benito Arruñada (El País / 16-IX-2016)

domingo, 19 de junio de 2016

SOBRE PERROS Y HOMBRES

 
 
Cuando Obama ocupó la Casa Blanca hace casi ocho años, se encontró con un problema inesperado, mucho más grave que su raza o su poco definida religión: no tenía perro. Hubo de comprarse uno a toda prisa, porque en los Estados Unidos hace mucho que se llegó a la peregrina conclusión de que quien carece de perro es mala persona. España presume de ser un país muy antiamericano, pero copia con servilismo todas las imbecilidades que desde allí se exportan, y casi ninguna de las cosas buenas o inteligentes. En la beatería por los chuchos (y por extensión por todos los animales, dañinos o no), estamos alcanzando cotas demenciales, y, sobre todo, los dueños de canes quieren imponer sus mascotas a los demás, nos gusten o no. Leo que sólo en Madrid hay más de 270.000 censados, cifra altísima, pero que no deja de representar a una minoría de madrileños. Ésta, sin embargo, en consonancia con la lerda idea estadounidense de que los perrólatras gozan de superioridad moral y de un salvoconducto de “bondad” (Hitler se contaba entre ellos), abusa sin cesar y exige variados “derechos” para sus perros. Lo de los “derechos” de los animales es uno de los mayores despropósitos (triunfantes) de nuestra época. Ni los tienen ni se les ocurriría reclamarlos. Quienes se erigen en sus “depositarios” son humanos muy vivos, con frecuencia sus propietarios, que en realidad los quieren para sí, una especie de privilegio añadido. Los animales carecen de derechos por fuerza, lo cual no obsta para que nosotros tengamos deberes para con ellos, algo distinto. Uno de esos deberes es no maltratarlos gratuitamente, desde luego (pero si nos atacan o son nocivos también tenemos el derecho e incluso la obligación de defendernos de ellos).
Los dueños de perros claman ahora por que se deje entrar a éstos en casi todas partes: en bares, restaurantes, tiendas, galerías de arte, museos, librerías, y aun se les creen sus propios parques … Una apasionada declara: “No apoyo sitios en los que no me dejen entrar con mi familia” (sic). “Vaya con o sin mis perros”. (Supongo que regiría igual para quien decidiera adoptar jabalíes, serpientes o cachorros de tigre.) Ella y otros entusiastas celebran que ahora La Casa Encendida abra sus puertas a los perros, y no sé si también la Calcografía Nacional (donde se ha hecho una exposición de la Tauromaquia de Goya tan manipulada y falseada que se convirtió al pintor en un “animalista avant la lettre” (!). En lo que a mí respecta, ya sé qué sitios no voy a volver a pisar, por si las moscas. Nada tengo contra los perros, que a menudo son simpáticos y además no son responsables de sus dueños. Pero no me apetece estar en un restaurante rodeado de ellos. No todos están educados, no todos están limpios ni libres de enfermedades, no todos se abstienen de hacer sus necesidades donde les urjan, muchos ladran en cualquier momento por cualquier motivo.
Con frecuencia sus amos no se conforman con uno, sino que llevan tres o cuatro, cada uno con su larga correa que ocupa la calle entera e impide transitar a los peatones. Un perro es, además, un lujo. Su mantenimiento es carísimo y una esclavitud, desde la comida especial hasta las expulgaciones, las continuas visitas al veterinario, los lavados y peinados y “esquilados” a cargo de expertos, incluso el tratamiento “psiquiátrico” que necesitan muchos porque se “estresan”, se asustan al oír el timbre, se desquician en pisos de escasos metros y en ciudades no preparadas para su sobreabundancia. De las cacas que van sembrando no hablemos; por mucho que se obligue a sus amos a recogerlas en una operación de relativa asquerosidad, siempre los habrá que se negarán a la humillación. Nada tengo contra los perros, ya digo, pero hay mucha gente que sí, que les tiene miedo y no los soporta. Y se los intenta imponer a esa gente en todas partes, hasta mientras come. Entre ella estaba Robert Louis Stevenson, que escribió en 1879: “Me vi muy alterado por los ladridos de un perro, animal que temo más que a cualquier lobo. Un perro es notablemente más bravo, y además está respaldado por el sentido del deber. Si uno mata a un lobo, recibe ánimos y parabienes; pero si mata a un perro, los sagrados derechos de la propiedad y el afecto elevan un clamor y piden reparación … El agudo y cruel ladrido de un perro es en sí mismo un intenso tormento … En este atractivo animal hay algo del clérigo o del jurista … Cuando viajo a pie, o duermo al raso, los detesto tanto como los temo”. Todo esto se olvida, en efecto: según su tamaño y su raza, el que va con perro porta un arma. Si está prohibido ir por ahí con una pistola o un cuchillo de ciertas dimensiones, no se entiende tanta permisividad con una bestia que obedecerá a su amo y que éste puede lanzar contra quien le plazca. Una vez un vecino misantrópico me insultó gravemente, sin motivo, en el portal. Mi reacción normal habría sido encararme con él. Pero el hombre sujetaba a un perro de aspecto fanático, que a su orden habría defendido a su dueño aunque éste no llevara razón. Como es natural, porque a los canes no les corresponde averiguar tales matices, sino someterse ciegamente a quien los alimenta y cuida. Si eso no es un peligro en potencia … En Madrid hay los perros que dije, así que no quiero imaginarme cuántos enemigos me he creado en España con estas líneas.
Ninguno tendrá cuatro patas, eso es seguro.
 
Javier Marías, El País (19/VI/2016)

sábado, 6 de febrero de 2016

CULTURA Y CIVILIZACIÓN

 
                                                  LAS ESTATUAS VESTIDAS
 
Para no incomodar a su huésped, el presidente de Irán, Hasan Rohani, de visita oficial en Roma, el Gobierno italiano mandó enfundar las estatuas griegas y romanas de los Museos Capitolinos —entre ellas, una célebre copia de Praxíteles— en púdicos cubos de madera. Y, añadiendo a la estupidez un poco de ridículo, la jefa de protocolo hizo desplazar los atriles y los sillones donde iban a conversar el primer ministro Matteo Renzi y su invitado, a fin de que éste no tuviera que topar nunca su mirada con los abultados testículos del caballo que monta Marco Aurelio en la única estatua ecuestre de la sala Esedra de aquel palacio museístico. Ni qué decir que en las cenas y agasajos que ofrecieron sus anfitriones al presidente Rohani quedaron abolidos el vino y todas las otras bebidas alcohólicas.
Por lo visto, la razón de ser de tanto celo fueron los 17.000 millones de euros en contratos que firmaron el mandatario iraní y el ejército de empresarios que lo acompañaba, inyección de inversiones que viene muy bien a la maltratada economía italiana, una de las que se deteriora más rápido dentro de la Unión Europea. Por suerte, la élite intelectual italiana, bastante más principista y lúcida que su Gobierno, ha reaccionado con dureza ante lo que, con justicia, Massimo Gramellini, en La Stampa, ha llamado la “sumisión” intolerable de unos gobernantes ante la visita del mandatario de un país donde todavía se lapida a las adúlteras y se ahorca a los homosexuales en las plazas públicas, además de otras barbaries parecidas.
Gramellini y los periodistas, políticos y escritores italianos que han protestado (a veces con furia y a veces con humor) por la iniciativa de vestir las estatuas tienen razón. El hecho va mucho más allá de una anécdota que provoca risa e indignación. Se trata, en verdad, de una actitud vergonzante y acomodaticia que parece dar la razón a los fanáticos que, en nombre de una fe primitiva, obtusa y sanguinaria, se creen autorizados a imponer a los otros sus prejuicios y su cerrazón mental, es decir, aquella mentalidad de la que la civilización occidental se fue librando —y librando al mundo— a lo largo de una lucha de siglos en la que cientos de miles, millones de personas se inmolaron para que prevaleciera la cultura de la libertad. Que hoy día goce de ella una buena parte de la humanidad es algo demasiado importante para que un Gobierno, mediante gestos tan lastimosos como el que reseño, esté dispuesto a hacer el simulacro de renunciar a esa cultura a fin de no poner en peligro unos contratos que alivien una crisis económica a que lo ha conducido el populismo, es decir, su propia irresponsabilidad demagógica.
Aquel gesto puede ser una pantomima simpática hacia el presidente Rohani, a quien, por lo visto, los años que pasó haciendo un doctorado en la Universidad escocesa de Glasgow no bastaron para librarlo de las telarañas dogmáticas que traía consigo; pero es una gran traición con los miles de miles de iraníes que son las víctimas infelices de la intolerancia de los ayatolás y que resisten con heroísmo la lápida que les cayó encima desde que, para librarse de la dictadura del Sah, se echaron en brazos de una dictadura religiosa.
Y es una gran traición también hacia la civilización a la que Italia, probablemente antes que ningún otro país, contribuyó a edificar y a proyectar por el mundo entero, un sistema de ideas que con el correr del tiempo crearía al individuo soberano e impondría los derechos humanos, la coexistencia en la diversidad, la libertad de expresión y de crítica, y una concepción de la belleza artística de la que esas estatuas griegas y romanas encajonadas para que no hiriesen la sensibilidad del ilustre huésped son, con sus torsos, pechos y sexos al aire, soberbia representación.
El artículo de Massimo Gramellini da en el clavo cuando, detrás de este pequeño incidente, detecta algo más grave y profundo: una actitud entre complaciente y cínica, que desborda Italia y se extiende por doquier en los países y culturas que conforman el mundo occidental, hacia la civilización de la que tenemos el inmenso privilegio de ser beneficiarios, esa misma que nos ha librado a todos quienes vivimos en ella de padecer los horrores que padecen las mujeres iraníes —esas ciudadanas de segunda clase como lo son todas las de los países musulmanes, con excepción, quizá, por ahora, de Túnez— y los hombres que, allá, quisieran pintar, escribir, componer, pensar, votar, vestirse o desnudarse con la misma libertad con que lo hacemos en París, Roma, Madrid, México, Buenos Aires, y todos los rincones del mundo donde aquella llegó, afortunadamente, librando a la gente de las horcas caudinas del despotismo y las verdades únicas.
Las cortesías de la diplomacia deben respetarse pero, también, tener un límite y éste sólo puede ser el de no hacer concesiones que impliquen una auto-humillación o un agravio hacia la propia cultura. Lo ha dicho muy bien Michele Serra, en un artículo de La Repubblica: “¿Valía la pena, por no ofender al presidente de Irán, ofendernos a nosotros mismos?”. Si la percepción de las bellas nalgas y pechos de las Venus o de los muslos, falos y testículos de los Adonis y equinos pueden herir la susceptibilidad de un ilustre invitado, que el protocolo diseñe una trayectoria que no haga discurrir a éste entre estatuas y caballos, y que nadie cometa la imprudencia de servirle una copa de champagne o de vodka, pero ir más allá de esos límites es, tal cual lo dice Gramellini, actuar como los “siervos que quieren complacer a quienes los asustan”.
A diferencia de los fanáticos, tan orgullosos de sus creencias que las utilizan como armas arrojadizas, es bastante frecuente en el mundo occidental llevar el espíritu autocrítico a unos extremos suicidas. Esto es lo que hacen quienes, asqueados de los defectos, vicios y contrasentidos que muestra nuestra civilización, están dispuestos a vilipendiarla y, en cambio, respetan y muestran una infinita tolerancia por las otras, las que la odian y quisieran acabar con la nuestra, no por lo que en ella anda mal sino, por el contrario, por lo que en ella anda muy bien y debe ser defendido contra viento y marea: la igualdad de hombres y mujeres, los derechos humanos, la libertad de prensa, pensar, creer, escribir, componer, crear, con total libertad, sin ser censurado o sancionado por hacerlo. El presidente Rohani, cuando reciba de visita al primer ministro Renzi en Teherán, no permitirá que, para complacerlo, haya desnudos de mármol al estilo griego y romano en sus recorridos, ni que se luzcan a su paso estatuas ecuestres con apéndices testiculares a la vista, y, desde luego, el gobernante italiano no se sentirá ofendido por ello. En eso —pero sólo en eso— hay que imitar a los fanáticos: nuestra cultura, que es la cultura de la libertad, es lo que somos, nuestra mejor credencial, no hay razón alguna para ocultarla. Al revés: hay que lucirla y exhibirla, como la mejor contribución (entre muchas cosas malas) que hayamos hecho para que retrocedieran la injusticia y la violencia en este astro sin luz que nos tocó.
 
Mario Vargas Llosa. El País (7/II/2016)