domingo, 11 de junio de 2017

"MILENNIANS": DUEÑOS DE LA NADA


Cada generación que ha despuntado a lo largo de la historia, ha tenido un objetivo político y social o, simplemente, la intención de ocupar el poder. Y cada una ha tenido derecho a cometer sus propios errores. Desde los estudiantes del mayo francés —cuando los adoquines se convirtieron en un arma cargada de futuro contra los cristales de las boutiques parisinas bajo el lema: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”— hasta los baby boomers —los nacidos tras la Segunda Guerra Mundial—, todos encarnaron un salto cualitativo y social frente a sus mayores. Ahora, en estos tiempos, hay dos mundos: el que existía antes de Internet y del software y el que surgió después.
Es muy difícil explicar la disrupción que se ha producido entre los centros del poder y la representación política. Pero resulta más difícil entender un mundo en el que, uno tras otro, se producen grandes movimientos sociales —aparentemente por cansancio, fracaso e incapacidad de los modelos establecidos— que terminan aparcados en fórmulas alternativas que no constituyen en sí mismas una solución, sino una condena.
Los millennials (nacidos entre 1980 y 2000) vienen pisando fuerte. No hay empresa, organización o político que no dedique sus esfuerzos a alcanzar, convencer o movilizar a estos hijos de la revolución tecnológica. Todos tienen como objetivo conquistarles. Sin embargo, no existe constancia de que ellos hayan nacido y crecido con los valores del civismo y la responsabilidad. Hasta este momento, salvo en sus preferencias tecnológicas, no se identifican con ninguna aspiración política o social. Su falta de vinculación con el pasado y su indiferencia, en cierto sentido, hacia el mundo real son los rasgos que mejor los definen. En ese sentido, es probable que el eslabón perdido de esta crisis mundial generalizada resida en el hecho de que son una generación que tiene todos los derechos, pero ninguna obligación.
Me encantaría conocer una sola idea millennial que no fuera un filtro de Instagram o una aplicación para el teléfono móvil. Una sola idea que trascienda y que se origine en su nombre. Porque, cuando uno observa la relación de muchos con el mundo que les rodea, parecen más bien un software de última generación que seres humanos que llegaron al mundo gracias a sus madres.
Aquellos millennials que viven sumergidos en la realidad virtual no tienen un programa, no tienen proyectos y solo tienen un objetivo: vivir con el simple hecho de existir. Al parecer, lo único que les importa es el número de likes, comentarios y seguidores en sus redes sociales solo porque están ahí y porque quieren vivir del hecho de haber nacido.
El problema es que, si gran parte de esta generación que está tomando el relevo no tiene responsabilidades, ni obligaciones y tampoco un proyecto definido, tal vez eso explique la llegada de mandatarios como Donald Trump o la enorme abstención electoral en México. Ojalá la alta participación de los menores de 35 años en las recientes elecciones británicas signifique un cambio de tendencia de esa profunda indiferencia social.
Al final las preguntas son muchas. ¿Vale la pena construir un discurso para aquellos que no tienen en su ADN la función de escuchar? ¿Vale la pena dar un paso más en la antropología y encontrar el eslabón perdido entre el millennial y el ser humano? ¿Vale la pena conocer la última aportación tecnológica y vivir queriendo influir con ella en un mundo que históricamente se ha regido por las ideas, la evolución y los cambios?
Si los millennials no quieren nada y ellos son el futuro, entonces el futuro está en medio de la nada. Por eso los demás, los que no pertenecemos a esa generación, los que no estamos dispuestos a ser responsables del fracaso que representa que una parte significativa de estos jóvenes no quieran nada en el mundo real, debemos tener el valor de pedirles que, si quieren pertenecer a la condición humana, empiecen por usar sus ideas y sus herramientas tecnológicas, que aprendan a hablar de frente y cierren el circuito del autismo. Pero, además, que sepan que el resto del mundo no está obligado a mantenerlos simplemente porque vivieron y fueron parte de la transición con la que llegó este siglo del conocimiento.
 
ANTONIO NAVALÓN (EL PAÍS, 12/VI/2017)

martes, 6 de junio de 2017

CÓMO PERDER LA GUERRA

GABRIEL ALBIAC

Muy pocas veces, en los últimos siglos, una guerra fue declarada de modo más solemne. Y menos equívoco y con ratificación más reiterada. La yihad fue primero dictada por Jomeini, quien hoy aparecería al Daesh como un insoportable moderado. Los ayatolas de Qom emitieron fatwas contra ciudadanos concretos, a los cuales condenaban a muerte: el caso Rushdie es sólo el más simbólico. Vinieron luego las proclamas que llamaban a destruir Israel y los Estados Unidos (en la jerga iraní el Pequeño y el Gran Satán). En lógica implacable, los de Bin Laden extendieron la declaración de guerra santa a todo el occidente no musulmán. Y, a partir de 2001, iniciaron las operaciones en territorio enemigo. No es verdad que sus blancos hayan sido aleatorios o indiferenciados. Su blanco fue y es la población civil. Tanto más directamente apuntada cuanto más inocente. En la lógica del terror yihadista, el pánico será mayor cuanto más irracional sea su objetivo.
La guerra en la cual estamos atrapados es una guerra de tiempo largo, único tiempo que cuadra a las guerras de religión. Puede que hayamos olvidado lo que eso significa. Pero los libros de historia deberían bastarnos para recordar lo que fueron y duraron los asaltos islámicos contra el occidente cristiano entre los siglos VIII y XVII. Si no entendemos que estamos ahora en una coyuntura paralela y no nos preparamos para una larguísima guerra de desgaste y resistencia, es que hemos aceptado ya ser siervos de quienes sólo conocen la sharía como norma de vida pública y privada.
Unos amigos que vuelven de Nueva York me narran su admiración ante el Memorial del 11S, que yo no he tenido aún ocasión de visitar. No fue el descomunal trabajo de arqueología histórica allí realizado lo que más los impresionó. Fue algo sencillo: los vídeos en bucle de los autores de los atentados en el momento de pasar impunemente controles de aeropuerto que hasta un niño de pecho hubiera podido saltarse. De esas pequeñas negligencias nació la mayor matanza religiosa de la era contemporánea. Y la guerra mundial en la cual vivimos y a la cual no vemos hoy desenlace.

Muchas veces he comentado a mis alumnos, en el correr de mis clases sobre el siglo XVII, el pasaje en el cual cristaliza Spinoza la paradójica relación que fija la perspectiva moderna de lo político: «La libertad de pensamiento, o fuerza anímica, es una virtud privada. Mientras que la virtud del Estado es la seguridad». Hasta el día de hoy, ese axioma es el único suelo firme de la ciudadanía: somos hombres libres -podemos serlo- porque toda la potencia del Estado -que es mucha- está enfocada al único objetivo de garantizar nuestra seguridad. Si el Estado fracasa en esa garantía, no nos queda más destino que ser siervos (que, por cierto, es lo que «musulmán» significa en árabe: «sometido»).
Hay un modo infalible de perder una guerra: hacer como que la guerra no existe. En eso estamos.
 
Gabriel Albiac (ABC / 6-VI-2017)