jueves, 27 de diciembre de 2018

SIMCHA ROTEM KAZIK


Simcha Rotem Kazik, el último superviviente de la Rebelión del Gueto de Varsovia (1943), murió el día 22 de diciembre en Jerusalén. Luchó junto a Mordejai Anielevich y otros combatientes judíos en la hazaña más heroica de la historia de la humanidad, así lo anunció el presidente israelí Reuven Rivlin en un comunicado.
 
LA MEMORIA DE LOS JUSTOS NUNCA SE OLVIDARÁ
 

viernes, 19 de octubre de 2018

MICHAEL SANDEL, PREMIO PRINCESA ASTURIAS DE CIENCIAS SOCIALES (DISCURSO)

MICHAEL SANDEL
Majestades,
Señoras y Señores:
Me siento profundamente honrado al recibir este premio. Tiene un significado especial para mí, por mis vínculos familiares con España que se remontan a más de 500 años, a 1492, cuando los judíos de España fueron expulsados por la Inquisición. Mi esposa Kiku Adatto es una judía sefardí cuya familia tiene sus orígenes en Sevilla. Después de la expulsión, emprendieron camino a Estambul, donde vivieron durante generaciones en el Imperio Otomano. A principios del siglo XX, su padre, Alberto Adatto, emigró de niño a los Estados Unidos. Su lengua materna era el ladino, el idioma judeoespañol escrito con caracteres hebreos. Kiku creció cantando canciones en ladino, todas muy románticas.
La herencia sefardí de la familia era tan fuerte que, en 1992, en el 500 aniversario de la expulsión, Alberto los llevó a todos, incluidos sus hijos y nietos, a Sevilla, para renovar sus lazos con España.
En 2015, nueve años después de la muerte de Alberto, España promulgó una ley que ofrecía la ciudadanía a los judíos sefardíes que pudieron demostrar su vínculo con aquéllos que fueron expulsados en 1492. Mi esposa Kiku, su hermano Richard y nuestros dos hijos Adam y Aaron la han solicitado. No es un proceso fácil. Si todo va bien, se convertirán en ciudadanos españoles. Al hacerlo, se hacen participes del proyecto español de memoria y reconciliación.
La Fundación Princesa de Asturias ha sido un importante colaborador en este proyecto. En 1990, otorgó el premio Príncipe de Asturias de la Concordia a las Comunidades Sefardíes dispersas por todo el mundo. Esta historia y mis lazos personales hacen que este premio sea tanto más significativo para mí.
También me trae a la memoria otra conexión con España, pues fue aquí donde comencé mi trayectoria como filósofo político. En 1975, comencé a cursar estudios de posgrado en Oxford, en el Reino Unido. Durante el primer descanso de invierno, en diciembre, un amigo y yo viajamos al sur de España para unas vacaciones dedicadas a leer y escribir.
Fue poco después de la muerte de Franco, cuando el Rey Juan Carlos estaba preparando la transición de España a la democracia. Alquilamos una casa pequeña en un pueblo de la Costa del Sol.
En ese momento, estaba tratando de decidir si dedicarme a la economía o a la filosofía. Había empezado un trabajo sobre la economía del bienestar. Mi amigo, un economista matemático, iba a colaborar conmigo en los aspectos más técnicos del documento.
Pero mi amigo tenía unos horarios bastante insólitos, quedándose despierto hasta las cinco de la madrugada y durmiendo hasta la tarde. Dormía hasta tan tarde que a menudo teníamos que correr para llegar al único restaurante del pueblo antes de que dejara de servir el almuerzo.
Debido a este horario, nos dedicamos al trabajo de economía por las noches. Eso me dejó tiempo libre, por las mañanas, para leer filosofía. Durante mis semanas en la Costa del Sol, leí cuatro libros: «Teoría de la justicia» de John Rawls; «Anarquía, Estado y utopía» de Robert Nozick; «Crítica de la razón pura» de Immanuel Kant; y «La condición humana» de Hannah Arendt.
Mientras luchaba por dar sentido a estos libros, me di cuenta de que, de distintas maneras, todos planteaban dudas sobre la filosofía utilitaria que otorga a la economía del bienestar su aparente claridad y rigor. Descubrí que las preguntas que se hacían –sobre la justicia, la moralidad y la vida buena– eran más profundas e invitaban aún más a la reflexión que los modelos económicos más sofisticados.
Me dejé seducir por la filosofía y todavía no me he recuperado. Hoy, ese documento sobre la igualdad y la función del bienestar social está aún sin terminar, en mi desván.
Pero incluso cuando empecé a enseñar y escribir sobre filosofía, quise conectarla con el mundo. Lo que me atrajo de la filosofía no fue su abstracción, sino su carácter ineludible y la luz que arroja sobre nuestra vida cotidiana. Entendida de esta manera, la filosofía pertenece no solo al aula, sino a la plaza pública, donde los ciudadanos deliberan sobre el bien común.
Dondequiera que viajo siento un gran interés por el debate público sobre cuestiones importantes, preguntas sobre la justicia, la igualdad y la desigualdad, sobre la historia y la memoria, sobre lo que significa ser ciudadano. Recientemente, en un viaje a Brasil, visité una favela en Río de Janeiro. Ese barrio marginal masivo rebosa tanto crimen y violencia que ha sido sometido a lo dan en llamar «pacificación», una especie de ocupación militar. Allí conversé con un grupo de líderes comunitarios y jóvenes activistas sobre cómo encontrar una voz y construir una comunidad, incluso en medio de la pobreza y la violencia.
Presidía la reunión un hombre llamado Reginaldo. Había crecido en la favela. Reginaldo me contó que él también se había enamorado de la filosofía. Analfabeto hasta la edad de 25 años, trabajó como recolector de basura, yendo de puerta en puerta en los barrios ricos, recogiendo cosas de valor de los contenedores de basura de la gente. Una vez, encontró un libro roto. Mientras se esforzaba por entenderlo, el dueño de la casa lo vio y le preguntó qué estaba haciendo. Resulta que el libro roto contenía parte del diálogo de Platón sobre el juicio de Sócrates. Su dueño, un profesor jubilado de filosofía, enseñó a Reginaldo a leer y juntos hablaron sobre Platón.
Reginaldo aún vive en la favela y lidera los debates allí. Creo que él y yo estamos comprometidos con el proyecto que Sócrates comenzó: Invitar a los ciudadanos, independientemente de sus antecedentes o circunstancias sociales, a hacer preguntas difíciles sobre cómo debemos convivir. En un momento en que la democracia se enfrenta a tiempos oscuros, hacer estas preguntas es nuestra mayor esperanza para arreglar el mundo en el que vivimos.

domingo, 23 de septiembre de 2018

FECUNDIDAD Y UTILIDAD DE LAS HUMANIDADES

ADELA CORTINA
El escaso aprecio por las Humanidades que suelen mostrar quienes diseñan planes de estudios y financian proyectos de investigación tiene su origen sobre todo en la convicción de que no ayudan a incrementar el PIB de los países, no resultan rentables, a diferencia de las ciencias y las tecnologías, que son fuente de innovación y riqueza. Fomentar la investigación y la docencia en estos campos sería, pues, prometedor, y relegar las Humanidades, dada su inutilidad, una buena medida.
Pero lo curioso es que en dar por bueno que las Humanidades son saberes inútiles coinciden sus detractores y buena parte de sus defensores, con la diferencia de que estos últimos atribuyen su grandeza a su presunta inutilidad: a la utilidad de lo inútil, por decirlo con el título del libro de Nuccio Ordine. Un buen número de clásicos de la filosofía y la literatura coinciden en subrayar que la sublimidad de lo inútil consiste en no estar al servicio de otras metas, sino en valer por sí mismo, como ya avanzara Aristóteles al referirse a la Filosofía Primera: “Así como llamamos hombre libre al que es para sí mismo y no para otro, así consideramos a ésta como la única ciencia libre, pues ésta sola es para sí misma”.
Sin embargo, y a pesar de la belleza del texto, las cosas no son tan simples. Por muy atractivo que sea el discurso sobre la superioridad de los saberes inútiles, resulta ser que las Humanidades son también útiles, pero tienen la peculiaridad de conjugar la utilidad con lo que cabría llamar “fecundidad”. A mi juicio, conviene reservar el término “utilidad” para las actividades que valen porque sirven para otras cosas, y recurrir al término “fecundidad” para los saberes que valen por sí mismos y, precisamente por eso, promueven la formación de las personas, el cultivo de la humanidad.
En este sentido, es aconsejable acudir a textos como el de Rens Bod A New History of the Humanities, en el que defiende que las Humanidades también han contribuido al progreso económico y han resuelto problemas concretos. Según Bod, lo que sucede es que se han escrito muchas historias de la Ciencia destacando sus logros para el bienestar de la humanidad, pero no se han escrito historias de las Humanidades en su conjunto. Si conociéramos esa historia, nos percataríamos de que sus visiones han cambiado el curso del mundo, lo cual —a mi juicio— es sin duda un síntoma claro de fecundidad, pero además muchas de esas concepciones han tenido aplicaciones muy concretas que han permitido resolver problemas. Es el caso de descubrimientos como el de Panini, hacia el 500 antes de Cristo, de que el sánscrito está basado en una “gramática”, lo cual contribuye al desarrollo de los primeros lenguajes programados muchos siglos después; por no hablar del crucial descubrimiento de la piedra de Rosetta. Pero como la Historia de las Humanidades no se conoce, se adjudican al haber de las ciencias un conjunto de descubrimientos que proceden del campo humanístico. Por eso el afán por distinguir y separar ámbitos, que se refleja en los planes de estudios y en los campus universitarios, más se debe a un interés burocrático y administrativo que a un interés por ajustarse a la realidad del saber.
En efecto, en nuestro momento se transfiere conocimiento humanístico en productos cinematográficos, discográficos, audiovisuales, editoriales, en museos, fundaciones, en centros responsables de educación, en asuntos referidos al patrimonio histórico-artístico, al turismo o a los medios de comunicación. Grupos de arqueología trabajan con empresas de la construcción, gentes de filosofía elaboran índices que permiten medir la calidad de las organizaciones.
Todavía en este ámbito de la utilidad conviene recordar que cada vez más los jóvenes prefieren tiempo de ocio para disfrutar de relaciones familiares, amistosas y diversiones, a trabajar sin descanso para lograr una mejor posición económica; prefieren tener derecho al uso que poseer. Algo está cambiando en este sentido, y sucede que la cultura del ocio, en la que tan implicadas están las Humanidades, es también una fuente de riqueza económica cada vez mayor.
Las Humanidades son, pues, también productivas como saberes que contribuyen directamente al aumento del PIB de los países; una contribución que crecerá día a día.
Con todo, no es ésta su principal aportación al progreso en humanitas, sino la que vienen proporcionando desde sus orígenes en el campo de la formación. Porque ayudan a conocer reflexivamente la historia para poder encontrar el propio lugar en el mundo, la historia de cada país y la del género humano, que es ya sin duda intercultural. Permiten detectar en ella qué tendencias queremos cultivar desde los valores morales que preferimos, desde los principios éticos por los que debemos y queremos optar. Despiertan el espíritu crítico para arrumbar fundamentalismos y dogmatismos desde un uso público de la razón, propio de sociedades abiertas. Ayudan a forjar la propia conciencia, en diálogo, pero sabiendo que al fin es preciso asumir las propias decisiones y responsabilizarse de ellas. Orientan las investigaciones científicas y las aplicaciones técnicas desde principios éticos. Promueven la formación de profesionales, conscientes de las metas de su profesión. Propician el cultivo de la humanidad, del que hablaba Herder, la formación y no la mera instrucción, desarrollando la capacidad del juicio y del buen gusto, que abre la base de la comunicabilidad universal. Fomentan la imaginación creadora que nos permite trasladarnos a mundos nunca vistos y potenciar el sentimiento de simpatía por el que nos ponemos en el lugar de cualquier otro. Hacen posible superar la trampa del individualismo, que es falso, y fomentar el reconocimiento recíproco de los seres humanos como personas, haciendo patente que somos en relación. Colaboran en la tarea de sentar las bases de democracias auténticas, desde una ciudadanía madura, a la vez local y cosmopolita.
Carece, pues, de sentido afirmar que las Humanidades no influyen en el progreso humano. Por el contrario, son útiles, proporcionan beneficio económico, han sido y son fuente de innovación, porque ofrecen soluciones para problemas concretos, que se traducen en “transferencia del conocimiento” al tejido productivo; y sobre todo son fecundas, porque diseñan marcos de sentido que permiten a las sociedades comprenderse a sí mismas y orientar cambios hacia un auténtico progreso, propiciando el cultivo de cualidades sin las que es imposible alcanzar la altura humana a la que las sociedades democráticas se han comprometido.
Fomentarlas y articularlas estrechamente con las ciencias y las tecnologías, es una de las claves del buen desarrollo humano.

Adela Cortina, El País (24-IX-2018)

1.º BACHILLERATO 2018

JULES BASTIEN-LEPAGE, Diógenes (1867)