domingo, 16 de junio de 2019

JÜRGEN HABERMAS: LA VÍA EUROPEA AL COSMOPOLITISMO



El 18 de junio de 1929 nació Jürgen Habermas en Düssel­dorf. Las celebraciones por su 90º aniversario se multiplican, y no sin razón, porque es uno de los filósofos esenciales de los siglos XX y XXI y a la vez un intelectual comprometido con la tarea de fomentar el uso de la razón en el espacio público para construir sociedades abiertas y justas. Tomando lo mejor de distintas tradiciones, ha forjado una propuesta de gran calado, la teoría de la acción comunicativa, que descubre la entraña dialógica de los seres humanos y extrae consecuencias de ella para diseñar una esfera pública polifónica en que se escuchen todas las voces; una teoría crítica de la sociedad, una ética comunicativa, una teoría normativa de la democracia deliberativa; una reflexión sobre el Estado democrático de derecho, necesario para proteger los derechos humanos e inevitablemente posnacional; el proyecto de una Europa vigorosa, comprometida con los derechos políticos y sociales a diferencia de China o Estados Unidos, y un futuro cosmopolita.
En este tiempo en que vuelve a la palestra el debate sobre la necesidad de la filosofía para humanizar la vida, pensadores como Habermas muestran de forma palmaria que el quehacer filosófico es fecundo para dotarnos de marcos desde los que comprender el mundo, interpretarlo y transformarlo hacia mejor.
Desplegar la riqueza de la aportación habermasiana en unas líneas es imposible, pero al celebrar su aniversario conviene destacar algunos de los trazos esenciales recordando sus raíces biográficas tal como las describe el propio autor. Según Habermas, han sido dos las raíces vitales de su marco filosófico: una operación en el paladar sufrida de niño y, al iniciar su vida académica, la decepción causada por la filosofía alemana, marcada por la huella de Heidegger.
Según su relato, la intervención quirúrgica le condenó a un aislamiento que le llevó a experimentar la necesidad imperiosa de comunicación. Frente a lo que defiende cualquier individualismo miope, típico hoy del neoliberalismo, las personas no somos individuos aislados, sino en vínculo con otras, en una relación básica de reconocimiento recíproco, de interdependencia e intersubjetividad.
Ésta es la clave de la teoría de la acción comunicativa, que permitió a Habermas aportar a la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort el camino que buscaban Horkheimer y Adorno desde los años sesenta para poner fin al imperio de la razón instrumental. La única racionalidad humana no es la de individuos que se instrumentalizan recíprocamente para maximizar sus beneficios mediante estrategias, sino que existe también esa racionalidad comunicativa, que insta a construir la vida desde el diálogo y el entendimiento mutuo de quienes se reconocen como interlocutores válidos.
Pero también la experiencia del rechazo en la infancia apunta a una ética vigorosa, tejida de sentimiento y razón. En la vivencia del rechazo afloran la conciencia de vulnerabilidad y de injusticia, dos emociones que abren el mundo moral, porque la humillación es inaceptable cuando yo la sufro y cuando tengo razones para defender que nadie debería padecerla. Por eso las virtudes de la ética comunicativa son la justicia y la solidaridad.
En tiempos en que el emotivismo domina el espacio público desde los bulos, la posverdad, los populismos esquemáticos, propuestas demagógicas, apelaciones a emociones corrosivas, urge recordar que las exigencias de justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamente. Y sobre todo, que el criterio para discernir cuándo una exigencia es justa no es la intensidad del griterío en la calle o en las redes, sino que consiste en comprobar que satisface intereses universalizables. Ese es el mejor argumento, el corazón de la justicia.
La segunda de las raíces biográficas es la traumática experiencia de los juicios de Núremberg y sobre todo del momento en que su maestro y amigo Karl-Otto Apel puso en sus manos, en 1953, un ejemplar de la Introducción a la metafísica de Heidegger, que era el maestro a distancia. Heidegger justificaba el nazismo como un “destino del ser”, una coartada que eximía de cualquier responsabilidad personal. Habermas le pidió explicaciones públicamente, pero el silencio de Heidegger mostró claramente que la filosofía alemana de la época no podía proporcionar recursos para la crítica. Autores como Heidegger, Schmitt, Jünger o Gehlen despreciaban a las masas y exaltaban al individuo arrogante y extraordinario. Era la miseria del supremacismo nacionalista, empeñado en hacer de la lengua un símbolo de identidad excluyente, en vez de reconocerle el papel que le es propio, el de la comunicación entre personas iguales en dignidad, que alcanza hasta los confines del mundo humano.
No es extraño que en los ochenta Habermas terciara en la disputa de los historiadores sobre el pasado nacionalsocialista, ni tampoco que defendiera la tesis de Sternberger del patriotismo constitucional, que se reclama de la tradición de la Revolución Francesa, no del nacionalismo romántico, adicto a identidades excluyentes. Aun reconociendo las narraciones históricas, el único patriotismo razonable es el constitucional, que supone el triunfo de los valores de un Estado social y democrático de derecho, en el que el poder se produce comunicativamente a través de la ciudadanía. Hoy ya no hay alternativa a las orientaciones universalistas.
Desde los ochenta, Habermas continúa incansable en la tarea de fomentar una esfera pública polifónica desde la teoría y la práctica e interviene en debates sobre la desobediencia civil, la reunificación alemana, la primera guerra de Irak, la reforma del derecho de asilo, la unidad europea, la constelación posnacional, la religión en el espacio público en sociedades que son en realidad pos-seculares y el futuro de un proyecto kantiano de orden cosmopolita. Oficiando en todos los casos como un intelectual, consciente de que no debe utilizar su influencia para alcanzar el poder, porque no se deben confundir influencia y poder.
A lo largo de estos años ha recibido una ingente cantidad de premios, entre ellos el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003. El acta del jurado sitúa a Habermas en la tradición de Kant, Hegel y Marx, pero también de Weber, Parsons y Mead; destaca su contribución tanto a la comprensión de las sociedades posindustriales y de las implicaciones ideológicas de la ciencia como a la formación de la opinión pública, y le reconoce “como un clásico de las ciencias sociales y la filosofía, ejemplo de saber humanista y cosmopolita y, por ello, cumbre del pensar de nuestro tiempo”. Ciertamente, Habermas es un humanista que dialoga con las propuestas relevantes de filosofía y de ciencias sociales, pero también con las naturales en asuntos como las biotecnologías o la defensa de la libertad frente a corrientes neurocientíficas que hoy resucitan el positivismo de los sesenta y apuestan de nuevo por el determinismo, cuando la libertad es el núcleo de la sociedad abierta.
Desde ese humanismo, la apuesta por el cosmopolitismo incluyente a través de la vía europea sigue siendo la gran opción. De hecho, en el discurso de recepción del premio, Habermas recuerda unas palabras de Krause de 1871: “Debes ver a Europa como tu patria mayor y más próxima, y a cada europeo como tu (…) compatriota en el nivel superior más próximo”. Un proyecto común de Europa —añadirá Habermas por su cuenta— “no puede ser derribado en el último momento por egoísmos nacionales”.
Y todo ello, ¿desde dónde? Según cuenta Habermas, Marcuse y él se preguntaban cómo explicar la base normativa de la teoría crítica, pero Marcuse no respondió hasta la última ocasión en que se encontraron, dos días antes de su muerte, ya en el hospital. “¿Ves?”, le dijo. “Ahora ya sé en qué se fundan nuestros juicios de valor más elementales: en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los otros”.
 
Adela Cortina (El País, 16/VI/2019)

domingo, 9 de junio de 2019

CAMBIO CLIMÁTICO Y EXTINCIÓN DEL PENSAMIENTO


La situación del planeta lo está empujando al centro de la mente humana. Para un número cada vez mayor de personas, el cambio climático es un hecho tangible. Las comunidades isleñas y las ciudades costeras sufren los efectos del aumento del nivel del mar, y todos somos testigos de los fenómenos meteorológicos extremos y el dislocamiento de las estaciones. Los políticos moderados han reconocido que se ha hecho urgente alguna clase de acción más radical que cualquiera de las emprendidas hasta el momento. Todo el mundo, excepto los negacionistas más contumaces, se da cuenta de que, en el mundo que los seres humanos han habitado a lo largo de su historia, está teniendo lugar un cambio sin precedentes.
Al mismo tiempo, como escribió Eliot en Cuatro cuartetos, la humanidad no puede soportar mucha realidad, y pensar en el tema resulta cada vez más ilusorio. El cambio, efecto colateral de la industrialización mundial basada en los combustibles fósiles, ha sido desencadenado por los seres humanos. Esto no significa que ellos mismos puedan pararlo. Como han señalado los climatólogos, el calentamiento global se prolongará cientos o miles de años después de que sus causas próximas hayan cesado. El rigor de las exigencias de Extinction Rebellion —unas emisiones netas de CO2 iguales a cero para Reino Unido en 2025, por ejemplo— las convierte en imposibles. Pero incluso si se pudiesen poner en práctica, no tendrían excesiva repercusión sobre las emisiones de gases de efecto invernadero ni evitarían una alteración del clima que ya forma parte inseparable del sistema. Los actuales movimientos ecologistas son expresión de un pensamiento mágico, intentos de ignorar la realidad o evadirse de ella, más que de entenderla y adaptarse.
Una de las realidades que el ideario ecologista pasa por alto es la geopolítica. Pensemos en la idea, tan de moda, de que el mundo —o, por lo menos, el Occidente capitalista— debería dejar de utilizar combustibles fósiles. Desde el punto de vista medioambiental sería algo altamente deseable aunque no detuviese el cambio climático ni las perturbaciones que lo acompañan. Desde el punto de vista geopolítico, la receta provocaría turbulencias en todo el mundo. Algunos de los Estados más importantes necesitan estos combustibles para su existencia. El reino de Arabia Saudí se hundiría sin los ingresos que recibe del mercado del petróleo. Las rentas nacionales de Irán y Rusia dependen en gran medida de que el crudo sea caro. Para todos ellos, el final repentino del consumo de hidrocarburos supondría un descenso brutal del nivel de vida, así como una fractura política a gran escala. Tanto mejor, dirán los ecologistas. No son regímenes demasiado deseables.
Pero sería una estupidez suponer que lo que surgiría a continuación sería mejor. El reino saudí se fragmentaría o sería sustituido por un régimen islamista más radical. Una Rusia empobrecida podría ser más belicosa y temeraria en su política exterior y de defensa. Con Irán privado de los ingresos del petróleo y sin perspectivas de seguir obteniendo beneficios, habría menos, no más posibilidades de un giro democrático en el país. La probabilidad de éxito de los cambios de régimen inducidos por las políticas ecologistas no es mayor que la de los cambios de régimen impuestos por la fuerza militar.
Otra realidad obviada por el pensamiento ecologista es la historia del siglo XX. Las protestas contra el cambio climático, como Extinction Rebellion, son hijas de los movimientos antiglobalización de hace más o menos una década, y al igual que estos, creen que el capitalismo occidental contemporáneo es defectuoso y se dirige hacia el desguace de la historia. En eso tienen razón. El mercado libre mundial ha sido siempre una entelequia, y la estructura tambaleante de los precios de los activos financiados a base de endeudamiento y de las crecientes rivalidades comerciales es frágil. Otra crisis crediticia como la de 2007-2008 probablemente la haría pedazos.
Esto no quiere decir que una economía socialista fuese más beneficiosa para el medio ambiente. Las peores catástrofes ecológicas del siglo pasado sucedieron en la antigua Unión Soviética y en la China maoísta, en las que —bajo la influencia de la ideología marxista, según la cual el mundo natural tiene que ser "humanizado"— la naturaleza sufrió un menoscabo y una degradación peores que en cualquier país occidental.
Las agresiones al medio ambiente incluyen una de las extinciones masivas de otras especies animales más rápidas de la historia. Hace 50 años, alrededor de 180.000 ballenas desaparecieron de las aguas que circundaban la Unión Soviética. En una muestra extraordinaria de vandalismo medioambiental, la industria ballenera soviética acababa con estos mamíferos con la simple finalidad de cumplir los objetivos de producción fijados por los planes quinquenales. Apenas al 30% de las ballenas masacradas se les dio algún uso económico. Era normal que los barcos regresasen con animales en estado de putrefacción inservibles como alimento. Cumplir con el plan quinquenal solo dependía de cuántas se matase. Las tripulaciones que no alcanzaban la cuota eran penalizadas con descensos y despidos, mientras que las que superaban las exigencias del plan recibían gratificaciones. Aparte de los equipos que igualaban o excedían la cuota, nadie obtenía provecho de la matanza. Algunas especies de ballenas quedaron al borde de la extinción, y los efectos del sistema sobre las poblaciones de cetáceos son visibles aún hoy. (Ver Charles Homans, The most senseless environmental crime of the twentieth century [El crimen medioambiental más absurdo del siglo XX], Pacific Standard, 14 de junio de 2017).
Por supuesto, los ecologistas les dirán que quieren un sistema económico diferente de una economía socialista planificada por el Estado, pero nunca han aclarado cómo funcionaría ese nuevo sistema, y en la práctica sus exigencias se resumen en poco más que lo que ellos llaman desarrollo sostenible. El problema es que las propuestas ecologistas implican un descenso del nivel material de vida de gran número de personas, lo cual sería insostenible políticamente. El impuesto de Macron al gasoil impulsó el avance del movimiento de los chalecos amarillos en Francia, y el principal beneficiario de la promesa electoral de Hillary Clinton de clausurar la industria del carbón ha sido Donald Trump. Cuando las políticas ecologistas imponen graves costes a los pobres y a la mayoría trabajadora —como ocurre con frecuencia—, el resultado es una reacción popular.
En teoría, la solución a la crisis ambiental es lo que John Stuart Mill, en sus proféticos Principios de economía política (1848), llamó una economía del Estado estacionario, en la que el progreso técnico no se emplea para expandir la producción y el consumo, sino para aumentar el ocio y la calidad de vida. El problema es que una economía sin crecimiento es políticamente imposible. La reacción de los populismos y la agitación geopolítica darían al traste con cualquier transición a un Estado estacionario. Detrás de estos obstáculos se esconde otra realidad que se ha excluido del pensamiento actual. A pesar de todo lo que se dice del descenso de la fertilidad en buen número de países, el crecimiento de la población humana sigue siendo la causa última de la actual extinción masiva. Las especies desaparecen a gran escala porque sus hábitats están desapareciendo, y la causa principal es la expansión humana. Puede que, efectivamente, entrado el siglo el crecimiento demográfico se estabilice en torno a los 9.000 o 10.000 millones de habitantes. No obstante, la biosfera ya estará arrasada. Si entonces el número de seres humanos desciende, lo hará en un mundo terriblemente depauperado.
Es interesante observar que John Stuart Mill ya predijo este futuro en 1848, cuando concibió la idea del Estado estacionario en sus Principios de economía política. No produce “mucha satisfacción", decía, "... contemplar un mundo en el que nada se deja a la actividad espontánea de la naturaleza; en el que hasta el más minúsculo pedazo de tierra capaz de dar alimento al ser humano se ha puesto en cultivo y el último retazo de pastizal florido ha sido arado; en el que los cuadrúpedos y los pájaros no domesticados por el hombre han sido exterminados como rivales que le disputan los alimentos; cada seto y cada árbol superfluo ha sido arrancado de raíz, y apenas queda sitio en el que una flor o un arbusto silvestre puedan crecer sin ser erradicados como malas hierbas en nombre del progreso agrícola. Si la tierra debe perder la enorme parte de su placidez que debe a las cosas que el aumento ilimitado de la riqueza y la población extirparía de ella con el mero propósito de sostener a una población mayor, pero no mejor o más feliz, espero sinceramente, por el bien de la posteridad, que se contenten con estar estacionarios mucho antes de que la necesidad los obligue a ello".
Más de 170 años después no parece que nadie se contente con estar estacionario. Nada en el actual clima de pensamiento goza de tan poca popularidad como el neomalthusianismo de Mill. Es verdad que él lo vinculaba a la emancipación de la mujer, y que llegó a pasar una noche en la cárcel por el delito de distribuir panfletos a favor del control de la natalidad entre las mujeres de clase trabajadora. Sin embargo, los liberales de hoy en día lo consideran una débil excusa para lo que denuncian como la siniestra misantropía del filósofo y economista, que prefería un mundo con una población reducida y grandes superficies de territorio salvaje a otro asfixiado y desolado por miles de millones de seres humanos luchando por sobrevivir.
Aquí es donde la crisis de la extinción asoma en el horizonte. La economía industrial no aceptará los límites al crecimiento porque la civilización a la que sirve ha rechazado cualquier restricción a su capacidad de logro. Según la mentalidad actual, el hecho de que un objetivo sea imposible de alcanzar no es motivo para no intentarlo. Más bien todo lo contrario. Los sueños imposibles —nos dicen innumerables predicadores laicos— hacen a los seres humanos únicos y especiales. En esta religión moderna, aceptar cualquier límite último al poder humano es el peor de los pecados. En consecuencia, el pensamiento mágico —que descansa sobre la creencia en la omnipotencia de la voluntad humana— es obligatorio.
Sobrevivir a la crisis climática no es un objetivo irrealizable por naturaleza. Lo que se necesita no es un desarrollo sostenible, sino algo más parecido a lo que James Lovelock, en su obra A Rough Ride to the Future [Una dura carrera hacia el futuro] (2014), denominaba una "retirada sostenible". Utilizando las tecnologías más avanzadas, entre ellas la energía nuclear y la solar, y abandonando la agricultura en favor de los medios sintéticos de producción de alimentos, se podría alimentar a la todavía creciente población humana sin seguir haciendo demandas aún más intolerables al planeta. La intensificación de la vida urbana podría permitir la recuperación de territorios salvajes que hubiesen quedado despoblados. Los recursos se podrían concentrar en construir defensas contra el cambio climático, que tendrá lugar hagamos lo que hagamos ahora los seres humanos. Los sueños soberbios de "salvar el planeta" se sustituirían por ideas sobre cómo adaptarnos a vivir en un planeta que nosotros mismos hemos desestabilizado. Si los seres humanos no se amoldan, el planeta los reducirá a un número menor a los condenará a la extinción.
Esta clase de programa es lo contrario de lo que proponen los ecologistas. También es profundamente incompatible con la cultura dominante. Una consecuencia de la decadencia de la religión es el declive simultáneo de la idea de que el mundo natural impone límites a la voluntad humana. En vez de verse a sí mismos como un animal entre tantos, como la especie que domina en el presente, pero que, al igual que todas las demás, no tiene asegurada su permanencia en la Tierra, los seres humanos se han crecido hasta pensar que tienen el poder sobre la naturaleza del Dios en el que ya no creen. Si Dios no hizo el mundo, la humanidad puede —y debe— rehacerlo a su imagen. Esta es la base sobre la que se asienta nuestra civilización supuestamente laica, y también la fuente última de la crisis de la extinción.
En estas circunstancias, cualquier programa fundamentado en el hecho de que los seres humanos se enfrentan a un cambio climático imposible de detener será tachado de fatalismo desesperado. Tratándose de una civilización que se enorgullece de su devoción por la ciencia, es una actitud curiosa. El propósito de la ciencia es la formulación de leyes universales independientes de las creencias y los valores humanos. Si estas leyes debilitan nuestras esperanzas y ambiciones, que así sea. Si el sentido del ejercicio es la verdad objetiva, se deben dejar de lado las emociones subjetivas. Y también la fe, ya sea religiosa o de otra clase. Si creemos a sus ideólogos, la ciencia es una indagación del mundo natural del cual el ser humano es parte consustancial. De hecho, la ciencia se ha convertido en un canal de la creencia ‒heredada del monoteísmo‒de que la humanidad puede trascender el mundo natural.
La paradoja de los movimientos ecologistas actuales es que fomentan esta religión antropocéntrica. La crisis de la extinción solo se puede mitigar reorientando nuestra mente para que aborde la realidad. El pensamiento realista, sin embargo, está prácticamente extinguido.

John Gray (El País. 9/VI/2019)