PIETER BRUEGEL, Torre de Babel (1563) |
Hace una década el sociólogo Zygmunt Bauman constataba con sorpresa que la palabra utopía en Google daba 4,4 millones de entradas. Hoy la misma búsqueda resulta en más de 63 millones, pero su impopularidad sigue siendo la misma. Utopía y utópico sirven ante todo para descalificar una propuesta por su impracticabilidad y a su defensor por su falta de realismo. Si nos preguntaran cómo imaginamos en concreto la sociedad en la que nos gustaría vivir es probable que no supiéramos responder. Estamos más acostumbrados a examinar críticamente la sociedad en la que vivimos y a exigir o plantear medidas inmediatas para resolver los problemas que detectamos en ella que a tratar de imaginar cómo sería nuestra sociedad ideal, nuestra utopía.
Tras el aparente fracaso de los grandes proyectos transformadores del siglo XIX y XX, hablar de utopía puede parecer fútil e ingenuo, incluso peligroso. La mayoría de los ciudadanos de hoy desean propuestas políticas realistas y realizables y cuando perciben que ni estas llegan a cumplirse, es comprensible que todo aquello que parezca difícil de materializar genere escepticismo y rechazo. El peso de nuestra historia reciente, el miedo a un futuro incierto y nuestra consiguiente dificultad para imaginar mundos mejores son palpables al observar la proliferación de distopías en la literatura y el cine contemporáneos. Libros y películas nos presentan sistemáticamente una sociedad futura en la que nuestros recursos naturales se han agotado, no podemos reproducirnos, triunfan toda suerte de dictaduras o la inteligencia artificial se ha impuesto sobre la humana, es decir, sociedades en las que no nos gustaría vivir. Sin embargo, ¿no resultaría útil tener una imagen de nuestra sociedad ideal a la hora de valorar, por ejemplo, los diferentes programas electorales que se nos ofrecen, una especie hoja de ruta con la que contrastarlos? Por ejemplo, ¿cómo imaginamos una sociedad ecológicamente sostenible? ¿O una ciudad inteligente? ¿O las familias del futuro?
La tradición utópica está íntimamente ligada a los orígenes del pensamiento de izquierdas. Varias generaciones de pensadores y escritores contribuyeron al utopismo con obras literarias y proyectos reales a pequeña escala: desde los míticos Saint-Simon y Fourier hasta Cabet y William Morris. Para las incipientes ciencias sociales, el concepto de utopía se convirtió en el equivalente del laboratorio para las ciencias naturales. El género literario utópico sirvió para ensayar nuevos principios sociales con gran lujo de detalles —desde la emancipación de la mujer (Charlotte P. Gilman) hasta una economía colectivizada (Edward Bellamy). Algunos de esos principios, como el sufragio femenino, la abolición del trabajo infantil o la educación universal, pertenecieron en su momento al género utópico. Hoy, sin embargo, son realidad en un buen número de países del mundo.
Lo que caracteriza a la tradición utópica es, precisamente, su realismo. Esto la diferencia tanto del pensamiento premoderno como del religioso. La tradición utópica atribuye al ser humano la capacidad de actuar sobre su entorno y cambiarlo. Desde sus orígenes, explica el sociólogo Krishan Kumar, el género utópico ha demostrado sobriedad, un deseo de no distanciarse de la realidad presente. Aunque busca pensar más allá de los límites convencionales del pensamiento social y político y dibujar la imagen de una sociedad buena, incluso perfecta, lo hace dentro del margen de lo posible, esto es, partiendo de las realidades psicológicas, sociales y tecnológicas existentes. Hasta que no existieron bocetos de máquinas para volar, por ejemplo, la literatura no imaginó la posibilidad de viajar a la luna.
Fueron Marx y Engels quienes calificaron de utópicos a Saint-Simon y otros socialistas decimonónicos por su falta de realismo al no identificar la lucha de clases como motor del cambio social y creer en la transformación de la sociedad por medios pacíficos. El enorme potencial explicativo del socialismo científico impulsado por Marx relegó rápidamente al socialismo utópico a un segundo plano. Han sido numerosos los pensadores que desde entonces, y aun reconociendo el valor explicativo (incluso predictivo) de la teoría marxista, acusan su falta de imaginación a la hora de concebir cómo sería esa sociedad ideal que seguiría a la abolición de las clases sociales y la desaparición del Estado.
Es legítimo preguntarse hasta qué punto la izquierda actual sigue batallando con esa ausencia de imaginación. Desde los medios y la academia se incide cada vez más en la necesidad para la izquierda de hacer gala de creatividad y audacia política para abordar los grandes retos contemporáneos, desde la crisis económica hasta la migración y el cambio climático. ¿Es posible para la izquierda imaginar una utopía, una sociedad ideal del siglo XXI, que sirva de referente e inspiración para políticos y ciudadanos, asumiendo que es inalcanzable? En otras palabras, ¿es posible conjugar un proyecto utópico con un programa político de aplicación más inmediata?
Si al pensamiento político le faltan herramientas para ello, la literatura, el cine y otras artes han demostrado ser poderosos medios para imaginar sociedades futuras o alternativas, hacerlas tangibles e inspirar con ello la conciencia y acción política. La última gran generación de obras utópicas pertenece a los años 1970, coincidiendo con la emergencia del ecologismo (véase, por ejemplo, Ecotopia de Ernest Callenbach). Desde entonces, el género literario utópico se ha visto desplazado más y más por obras distópicas, a veces en un movimiento dialéctico, como las novelas de Aldous Huxley (no es casual el hecho de que la distópica Un mundo feliz sea mucho más conocida que la utópica La isla).
En la charla que Bauman daba en 2005 con el título Living in utopia (Vivir en la utopía), y en la que se sorprendía del volumen de entradas asociadas a esta palabra en Google, planteaba que utopía se entiende hoy de un modo distinto a antaño. En lugar de meta ideal, compartida y, en principio, inalcanzable, la utopía hoy sería una huida hacia adelante sin meta definida; una huida en la que el individuo busca evadir la incertidumbre y alcanzar una felicidad más permanente con el solo hecho de comprarse ropa nueva o irse de vacaciones. ¿Significa eso que estamos ya en el mejor de los mundos y no es posible imaginar uno mejor? Para Bauman y probablemente la mayor parte de los ciudadanos la respuesta es no. Significa, eso sí, que la utopía, como intento de imaginar una sociedad mejor o ideal, no está de moda. Salvo excepciones, el imaginario utópico vive sus horas bajas. Poner de moda la utopía es reconocer que sin la imaginación humana no se hubiera producido ninguno o muy pocos de los avances sociales, políticos y tecnológicos que hoy conocemos. La historia demuestra que los sueños de hoy pueden ser las realidades de mañana.
Olivia Muñoz-Rojas. El País (29/05/2015)